HISTORIAS EN CARRERA
FIRMA INVITADA:
Hugh O’Neil
¡ FUERA DEL CAMINO, ABUELO ¡
Te contamos a quién puede adelantar (sin sentirse culpable) en tu
sprint hacia la meta
Mientras voy por la
mitad de una cuesta, atravesando un bosque, miro hacia la cima a los lejos y
veo el cielo azul, radiante, en su esplendor. Es la luz al final de mi túnel
que me da las fuerzas para seguir. A ambos lados me adelantan los corredores,
aparentemente sin esfuerzo. A mi izquierda, una niña que tal vez tenga nueve
años sube a toda velocidad sin importarle la pendiente. Durante un instante me
mira con una sonrisa, como si se disculpase por adelantarme. A mi derecha, me
pasa un padre que corre mientras empuja un carrito con gemelos.
Me ha parecido que
uno de los niños se ha reído de mí. Ya sólo faltan 400 metros para el final de
la carrera y estoy en el puesto habitual que suelo ocupar en las pruebas de 10
Kilómetros, en algún lugar entre el a 304 y el 426, preparado para mi acelerón
final, el que me conducirá a la meta.
En lo alto de la
colina, la subida se acaba y podemos ver a los lejos la línea final, en un
suave descenso. Entonces escojo mi víctima. A unos 50 metros por delante veo a
un corredor bajito con una camiseta roja, blanca y azul, que corre con un
estilo bastante descuidado, aunque rápido. En ese momento, no sabe que va a
perder un puesto en la clasificación. Con un poco de esfuerzo, me decido a
alcanzarle y comienzo mi ritmo de ataque. Izquierda, derecha, izquierda
derecha. Mientras corro, tarareo para mis adentro la música de Rocky. A medida
que la distancia entre nosotros se acorta, me enfrento, como siempre, a uno de
los dilemas eternos de las competiciones.
Cuando la mayor
parte de los corredores (aquellos que no formamos parte de la élite) nos
acercamos a la meta, surge la pregunta de a quién podemos adelantar en la lucha
por un mejor puesto. ¿Es antideportivo hacer todo lo posible para adelantar a tu
sobrino de 10 años en los últimos metros?
En mi historia
como fondista me ha adelantado todo tipo de corredores en los últimos metros:
ancianos, embarazadas, niñas con coleta, sin contar los cientos de cincuentones
hipercompetitivos como yo.
Y
siempre que me sobrepasan a uno metros de la meta, me da un pequeño bajón en mi
interior. No puedo explicar por qué. De algún modo, no me afecta que me hayan
ganado todos los que acabaron la media hora antes que yo y que ya estén
comiendo en casa cuando yo acabo. Pero el niño de 11 años que me gana por los
pelos realmente me deja hundido en la miseria. Ya sé que no debería sentirme
así, pero me resulta inevitable.
El debate de los
últimos 200 metros se ve salpicado por dos sentimientos rivales. Por un lado,
está el buen rollo. Todos los corredores del pelotón corremos para estar en
forma, disfrutar del día y tal vez recaudar algo de dinero para una causa
caritativa. ¿A quién le importa en qué puesto acabamos? Pero por otra parte,
para muchos de nosotros es fundamental quedar en la mejor posición posible.
Necesitamos obtener la mejor calificación en todo lo que hacemos, desde las
notas de clase de nuestra etapa escolar a cualquier otra actividad en la que
nos puntúen. Necesitamos saber que ganamos a alguien. Por eso, si puedo quedar
el 307 en lugar del 308 seguro que me sentiré mejor corredor. Y eso es
exactamente lo que voy a hacer.
Izquierda, derecha,
izquierda, derecha. Al igual que Rocky subiendo las escaleras por las calles de
Filadelfia, me lanzo hacia delante. Soy como un puma, fiero, decidido e inexorable. Cuando quedan 50 metros para
llegar, algo le dice a mi presa que mire hacia atrás y ambos nos miramos a los
ojos. Ya le tengo a tiro. Con las últimas zancadas, le adelanto justo en la
línea de meta.
Después de cruzar
la meta, varias personas rodean a mi víctima y celebran su llegada. Son cinco o
seis ancianos, vestidos todos con la misma camiseta, una mujer (tal vez su
esposa) con un andador, cinco o seis personas de mi edad y un grupo de 6-8
veinteañeros que resultan ser sus nietos. Una vez pasada la satisfacción de
adelantarle, me doy cuenta de que tal vez es más viejo delo que había pensado.
Intento fijarme un poco mejor en lo que está escrito en las camisetas que
llevan y me quedo de piedra: veterano del día D. a continuación aparece un
fotógrafo para hacer una foto del grupo.
El día siguiente, en los periódicos locales, me entero un
poco más de la historia de mi última víctima al leer en los titulares: “89
años”, “superviviente del cáncer”, “inspiración para varias generaciones”. La
verdad es que ya no me queda nada de satisfacción por haberle adelantado.
No obstante, esta
experiencia me ayudó a ver las cosas de
la forma correcta. Aunque normalmente no tengo grandes motivaciones (lo que
importa es lo que haces, no por qué lo haces), en este caso la motivación sí
que importa. Si en el momento en el que ves la línea te centras y lo pones en
tu centro de mira (como yo lo hice) y tratas de seguirlo hasta adelantarlo, no
es opción muy ética.
En cambio, si te
centras sólo en la visión de la línea de meta, tratas de recorrer del modo más
rápido posible la distancia que te separa de ella y por el camino adelantas a
un anciano que fue un héroe de alguna batalla, no hay ningún problema en ello.
Son dos acciones
idénticas: la primera es poco ética, pero la segunda no. Si resulta que en el
camino adelantas al sodado Ryan sin querer en tu último esfuerzo hasta la meta,
no eres mala persona. Simplemente perteneces a una especie diferente. Eres un
corredor.
ACTIVIDAD: Realiza un resumen del la historia y expresa tu
opinión personal.